El mayor de nuestros miedos es el de no existir o convertirnos en nada.
Muchos de nosotros creemos que nuestras existencias se inician en el momento de nacer o de ser concebidos, y que finalizan en el momento en que morimos.
Creemos que venimos de la nada y que al morir nos vamos a la nada.
Otros muchos piensan que han sido creados por un Principio Supremo y que a su muerte revivirán a la vida eterna.
En cualquier caso, estamos embargados por la angustia de la aniquilación.
Ante la muerte, parece que sólo cabe considerar dos opciones posibles:
creer en la eternidad de un alma indestructible, o creer en la aniquilación de un cuerpo material perecedero.
Multitud de eruditos y filósofos preguntaron en muchas ocasiones al Buda sobre las filosofías opuestas del eternalismo y el nihilismo.
A aquellos que le preguntaron si existía un alma eterna, el Buda les respondió que no había un yo permanente; a aquellos que le preguntaron si al morir desaparecíamos en el olvido, les respondió que no había aniquilación. Fiel al camino medio, rechazó ambas ideas extremas.
A partir de su experiencia realizativa, el Buda considera la existencia de una manera totalmente distinta: Nunca hemos nacido y nunca podemos morir.
Nacimiento y muerte no son más que conceptos en nuestra mente.
El creer que son reales origina en nosotros una poderosa alucinación que nos hace sufrir.
El Buda enseñó que no hay ni nacimiento ni muerte, ni llegada ni partida, ni similitud ni disparidad, ni crecimiento ni disminución, ni un yo permanente ni la aniquilación.
Sólo creemos que existen.
Así, el terror que nos infunde la muerte está causado por nuestras percepciones e ideas erróneas sobre el ser y el devenir.
Ahora bien, cuando comprendemos que nuestra verdadera naturaleza original es el no-nacimiento y la no-muerte, nos liberamos del miedo al no-ser, a la aniquilación.
Ello requiere que observemos con suma atención y detenimiento las cosas, que penetremos a fondo en su naturaleza última.
Entonces conocemos la libertad y la alegría del camino medio que discurre entre los dos extremos del eternalismo y el nihilismo, y podemos disfrutar de la vida y apreciarla de una forma completamente nueva.
Shakespeare dijo por boca de Hamlet: «Ser o no ser, esa es la cuestión.»
El Buda dice: «No, esa no es la cuestión.»
En realidad es nuestra idea del ser y del no-ser la que nos confunde, la que nos hace creer que algo existe o no existe.
Tales ideas no pueden aplicarse a la realidad. No son más que convenciones que nos ayudan a relacionarnos con nuestro entorno.
Son conceptos que nos dan un punto de referencia, pero no son reales.
La realidad está libre de cualquier concepto o idea.
El Buda dijo que si uno queda atrapado en una idea creyendo que es "cierta", pierde la oportunidad de conocer la verdad.
El primer ejercicio de concienciación trata, pues, de liberarse de las ideas.
La libertad consiste sobre todo en estar libres de nuestros conceptos e ideas.
De lo contrario podemos sufrir mucho y también hacer sufrir a otros seres.
Sólo cuando nos desprendemos de todas esas ideas sobre el ser y el no-ser puede manifestarse la realidad tal cual es.
Cuando alguien preguntó al Buda: «¿Cuál es la causa de todo cuanto existe?», él se limitó a responder: «Esto es porque aquello es; esto surge porque aquello surge.»
Significa que todo depende de todo lo demás para manifestarse.
Cuando se dan todas las condiciones necesarias, las cosas se manifiestan; entonces decimos que existen.
Y cuando no se dan o fallan alguna o varias condiciones, aquellas cosas ya no pueden manifestarse y se retiran; entonces decimos que no existen.
Y esperan a que llegue el momento adecuado para volver a manifestarse.
Pero calificar a algo de existente o inexistente es un error, según el Buda, porque en realidad no hay nada que sea totalmente existente o inexistente.
Cuando perdemos a un ser amado hemos de recordar que no se ha convertido en nada.
"Algo" no puede convertirse en "nada" y "nada" no puede convertirse en "algo".
El ser amado no ha sido destruido, sólo ha adquirido otra forma.
Esta forma puede ser una nube, un niño o la brisa. Podemos ver al ser amado en cualquier cosa.
Nuestra verdadera naturaleza es la naturaleza del no-llegar y del no-partir.
No hemos venido de ninguna parte ni vamos a ninguna parte.
Cuando se dan todas las condiciones necesarias nos manifestamos.
Y cuando no se dan, dejamos de manifestarnos.
Pero esto no significa que no existamos. Simplemente no nos manifestamos.
Todo cuanto ha existido, existe o existirá está interconectado con todo lo demás y es interdependiente.
Todo cuanto vemos sólo se ha manifestado porque forma parte de algo más, de otras condiciones que permiten que se manifieste.
Puede que seamos lo suficientemente inteligentes como para entenderlo, pero no basta con entenderlo intelectualmente.
Lo único que vale es la experiencia directa. Observar la vida con atención.
Podemos aprender muchas prácticas para disminuir nuestra tristeza y sufrimiento, pero la crema de la sabiduría iluminada es percibir la verdad del no-nacimiento y la no-muerte.
Reconocer que nuestra naturaleza es el no-nacer y el no-morir, el no-llegar y el no-partir, el no-ser y el no no-ser, lo no-similar y lo no-diferente.
Hacerlo más allá de toda idea u opinión es liberarse del miedo, es alcanzar la iluminación, es vivir plenamente en el inter-ser.
Ello requiere dedicar un tiempo en nuestra vida cotidiana a la práctica de la meditación. Y perseverar.
Entonces podremos observar a fondo la naturaleza de las cosas con el poder de la consciencia y la energía de la concentración y de la clara visión.
La dirección de la felicidad es el momento presente. En él está cuanto necesitamos saber.
Reservamos un espacio de tiempo para observarnos a fondo.
La respuesta está dentro de nosotros.
Para que se manifieste sólo necesitamos una condición más: la naturaleza búdica, la capacidad de comprender y percibir nuestra naturaleza real tal cual es.
Un maestro no puede dárnosla; sólo puede ayudarnos a entrar en contacto con la naturaleza despierta, con la gran comprensión y compasión que hay en nosotros.
Esta forma de practicar nos permite vivir sin miedo y morir serenamente, sin lamentar nada.
Al igual que los grandes seres, cabalgamos libremente sobre las olas del nacimiento y la muerte.
Y al vivir y morir así podemos también ayudar a muchas personas que nos rodean a vivir y a morir en paz.
Si nuestra presencia es firme y serena, la persona moribunda no se sentirá demasiado asustada y apenas sufrirá.
A muchos de nosotros el no-ser nos asusta. Y esta angustia nos hace sufrir mucho.
Por eso, es necesario revelar al moribundo la realidad de que somos una manifestación y una continuación de muchas manifestaciones.
Hacerle comprender la verdad de que «nada nace, nada muere».
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